En el último año, Bogotá ha registrado cinco alertas ambientales por la mala calidad del aire. Algunas de ellas han sido puntuales y se han decretado en zonas donde la presencia de material particulado PM10 es especialmente alta, y en otras, la medida se ha hecho extensiva a toda la capital, como sucede en la actualidad. Las alertas vienen acompañadas de medidas que buscan reducir el riesgo para la salud de las personas, en particular niños y ancianos, que son quienes encabezan la lista de las 2.000 personas que se estima mueren cada año a causa de este fenómeno.

Bogotá no es la única urbe en emergencia. Medellín, Bucaramanga, Cali y Soacha también lo están o lo han estado. Cada vez son más las ciudades que se declaran en máxima alerta a causa del aire que están respirando sus habitantes. Naciones Unidas estima en 7 millones el número de muertes prematuras anuales por contaminación atmosférica; el “asesino silencioso”, la ha llamado el relator de Derechos Humanos y Medio Ambiente de dicho organismo. Es un problema que debe generarnos casi la misma atención que hoy concita el covid-19.

El diagnóstico es claro: las quemas forestales –que sobrepasan el medio millar este año–, la contaminación que produce la industria, el transporte de carga y el transporte público (SITP) son los responsables de la alerta amarilla que vive Bogotá. El carro privado no se queda atrás, en particular camperos y camionetas, que aportan el 16,8 % de la contaminación, mientras que los automóviles lo hacen en un 3,6 %.

“Las cosas serían muy distintas si los gobiernos se hubieran tomado en serio la aplicación del plan decenal de medioambiente en Bogotá.”

Las recientes disposiciones apuntan a aliviar la carga contaminante por la vía de restricciones que no en todos los casos caen bien. De hecho, ya hubo protestas de camioneros perjudicados por la reducción de sus horas de trabajo. Y no faltan las críticas de expertos que creen que un pico y placa ampliado debe ser el último recurso dados sus efectos en la economía, porque demuestra la debilidad del Estado para combatir el problema y porque no se ataca el asunto de fondo: los generadores de material particulado.

Probablemente sea así, lo cual no significa que se deban dejar de tomar acciones. Repartir culpas puede ser incómodo, pero todos respiramos el mismo aire y, por consiguiente, las soluciones deben ser respaldadas y materializadas de forma común. Un millón de vehículos, incluidas motos, dejan de circular buena parte del día en Bogotá, algún impacto debe de tener. Insistimos: no es lo ideal, pero sí lo que corresponde al tratarse de un asunto de salud pública.

Dicho esto, no se puede soslayar el hecho de que las cosas serían distintas si los gobiernos se hubieran tomado en serio la aplicación del plan decenal de medioambiente, que contemplaba acciones puntuales para mejorar la calidad del aire; si los indicadores para detectar los factores contaminantes no fueran tan precarios, si existiera información puntual sobre las condiciones atmosféricas, si hubiera campañas masivas de prevención y si de una vez por todas se adoptara una política consistente para meter en cintura el transporte de carga y las fuentes fijas que hoy nos tienen de emergencia en emergencia, triste manera de entender la importancia de gozar de un medio ambiente sano.

Fuente: Editorial El Tiempo

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