Los ecologistas advierten sobre el impacto ambiental diferencial entre modelos energéticos basados en combustibles fósiles y aquellos que se respaldan en fuentes renovables, destacando la necesidad de establecer normativas que mitiguen dicho impacto durante la transición hacia energías más sostenibles, especialmente en lo referente a la ubicación de infraestructuras energéticas.

Estas regulaciones adquieren una relevancia crítica en el contexto de la energía solar fotovoltaica, proyectada como la tecnología principal dentro del mix energético español para 2030 según el borrador de actualización del Plan Nacional de Energía y Clima (PNIEC). Se estima que la capacidad instalada de energía solar fotovoltaica alcanzará los 76 gigavatios (GW) para esa fecha, en contraste con los 25.6 GW actuales, siendo la mayoría de estas nuevas instalaciones en terrenos abiertos.

Este incremento posiciona a la energía solar fotovoltaica por encima de la energía eólica (con una estimación de 63 GW frente a los 30.9 GW actuales) y de tecnologías no renovables como los ciclos combinados de gas (mantenidos en 26 GW) o la energía nuclear (disminuyendo de 7 a 3 GW con el cierre de centrales).

Aunque el desarrollo de infraestructuras siempre conlleva un impacto ambiental, este puede reducirse mediante la implementación de buenas prácticas, como señala Sergio Bonati, especialista en Clima y Energía de WWF España, quien aboga por hacer obligatorias estas prácticas en lugar de dejarlas como opción voluntaria.

Una de estas prácticas sería establecer límites claros sobre las posibles ubicaciones para las plantas, ya que la legislación actual no impone restricciones específicas para las instalaciones renovables, lo que permite su desarrollo incluso en áreas protegidas o ambientalmente vulnerables.

Bonati destaca la importancia de una planificación territorial que identifique zonas inadecuadas para la instalación de plantas y áreas prioritarias de baja sensibilidad ambiental donde sí se permita su desarrollo.

En su opinión, la energía solar fotovoltaica es una de las tecnologías con menor impacto ambiental en general, pero subraya su alta ocupación de territorio, lo que hace crucial la adopción de prácticas que minimicen su impacto en la biodiversidad, como la instalación de cercas por bloques en lugar de vallados continuos para evitar interrupciones en corredores ecológicos de fauna.

Otra medida importante es realizar evaluaciones sinérgicas que consideren los impactos acumulativos de todos los proyectos existentes en una zona al aprobar nuevos proyectos.

Desde WWF también se promueve la instalación de sistemas fotovoltaicos en tejados para autoconsumo y la consideración de aspectos ambientales en la planificación de la red eléctrica para ubicar nuevos puntos de conexión.

Sara Pizzinato de Greenpeace subraya la importancia de hacer obligatorias las buenas prácticas en lugar de depender de la voluntad del promotor, abogando por la universalización de estas regulaciones para garantizar la protección del medio ambiente.

En algunas regiones, todavía se permite la instalación de infraestructuras en zonas protegidas, lo cual es problemático según Greenpeace. Aunque existen tecnologías renovables compatibles con estas áreas, consideran innecesario ejercer presión sobre ellas dada la disponibilidad de territorio fuera de estas zonas.

Greenpeace también aboga por la prohibición de megainstalaciones, la promoción del autoconsumo y la eliminación de procesos de declaración ambiental exprés que no han logrado agilizar el despliegue de energía verde como se esperaba.

En resumen, tanto WWF como Greenpeace coinciden en la importancia de establecer regulaciones más estrictas para minimizar el impacto ambiental de las infraestructuras energéticas y asegurar una transición hacia fuentes de energía más sostenibles que sea respetuosa con la biodiversidad.

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